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martes, 24 de julio de 2012

Retrovisor: Las Patotas de Caracas



Nada relevante pasó en la primera mitad del siglo XX en el mundo delictivo. La dictadura gomecista restringió el accionar del hampa a la simple utilización de una ganzúa para abrir una puerta y cometer un hurto menor y pintoresco, acontecimiento que las publicaciones de la época daban categoría de proeza y la lanzaban en reseña de primera página. La máxima consideración que la prensa de entonces tenía para los ladrones era la denominación de cacos. Ser caco era estar metido en la pomada, un vago pendenciero sospechoso de toda alteración de la pasmosa cotidianidad.De modo que no había organizaciones hamponiles constituidas, sino individualidades que actuaban a la sazón del instinto y sin ningún tipo de precaución, a tal punto que en pocas horas la policía practicaba la captura del ladrón, que también se manifestaba mediante el engatusamiento de alguna incauta ama de casa a la que, falsos reparadores de neveras y cocinas, se le metían en la casa para “tumbarle” 800 bolívares, que en los primeros años del siglo ha debido causar un descalabro familiar con implicaciones en las siguientes generaciones. Todo por un truco.
De no pasar nada, en la década de 1960 comenzó a pasar de todo en Venezuela. Hasta lo inimaginable e intolerable para una sociedad acostumbrada a que las convulsiones ocurrieran clandestinamente en el ámbito político. Como fenómeno importado desde algunas ciudades de Estados Unidos, se instalaron las famosas patotas del Este, sin precedentes siquiera remotos, a menos que se quiera considerar como antecedentes a las aguerridas pero inofensivas pandillas de Caracas, que contaban con un único y divertido modus operandi: grupos de jóvenes de distintos sectores se disputaban el poder que se utilizaba para infundir respeto por donde se pasara o influenciar amorosamente a las muchachas.

Antes de los años 60 no ocurrió nada, después pasó de todo, y de los años 80 en adelante la delincuencia se desclasificó a tal punto que actualmente constituye el principal problema social. La extrema violencia de los grupos hamponiles de hoy día les ha hecho perder simpatizantes.

 

Inspiración extranjera

La formación de patotas fue una moda importada de ciudades estadounidenses como Chicago, Nueva York y Los Angeles, donde incluso existían bandas llamadas Los Angeles del Cielo y Los Asesinos del Cielo, “clanes que se enfrentaban entre sí. No atacaban al resto de la gente. En Harlem había una patota muy fuerte”, puntualiza Silvio Vargas, quien, como funcionario de la Policía Técnica Judicial de entonces, siguió de cerca el problema.

Las patotas del Este venían inspiradas, además, por un movimiento universal que estremeció los cimientos de la ruralizada mentalidad caraqueña: el estilo hippie como ideal de vida. “Los muchachos de la clase media importaron el fenómeno a Venezuela porque eran los que viajaban. Para esos años se sabía poco de cocaína, lo que acrecentó el deseo de la juventud por rebelarse, mimetizarse… usar el cabello largo, chaquetones, pantalones de blue jeans. Estaba infestado el sentir de los muchachos por la guerra de Vietnam, el Mayo Francés y por una película llamada Rebelde sin causa, con James Dean. Fue una manifestación sociocultural”, cita de memoria el comisario Vargas.

Los chamos del Este se repartieron en unos 12 grupos con sedes desde Sabana Grande en adelante, hasta terminar en La Castellana y Los Palos Grandes. A lo largo de todo este territorio instalaron oficinas que decoraban según la imaginación de los miembros, cuidando que el resultado fuese, siempre, lo más estrambótico posible.

Los patoteros, con pintas de hippie y el lema de amor y paz con la infaltable señal de victoria, se convirtieron en el furor sesentoso. Se caracterizaban por desplazarse en ruidosas motos, exhibiendo rollos de cadenas con las que emprendían ataques contra los vehículos o contra alguna de las discotecas de moda en las que no eran bien recibidos. “Todos se reunían en una discoteca llamada La Jungla, en La Castellana, que se convirtió en centro de distribución de drogas” –prosigue Vargas.

Era la norma que todos llevaran cabello largo y barba, copiado de los cantantes norteamericanos que andaban empatados en la onda de la espiritualidad drogada. “En los primeros 50 años del siglo la ropa masculina no varió, pero la moda cambió tan violentamente en este período, que la fantasía del atuendo del hombre superó a la mujer. El caraqueño era uno de los mejores vestidos de América”, recuerda otro de los policías que integró la Brigada Juvenil de la PTJ, creada para contrarrestar la ebullición de las patotas de los años 60 y 70.

“Para finales de los años 60, la población venezolana era –el 70% – menor de 21 años. ¿Qué sociedad no tiene problemas así?”, justifica el comisario Vargas. Era natural que la juventud venezolana cediera ante la arremetida estadounidense. “Empezó la libertad de los colores”, agrega el ex funcionario policial, quien junto a sus compañeros se caía a golpes con los patoteros, como única vía de combatirlos.



Versión pobre

Todo vino en oferta de paquete: el desafío de la juventud a la autoridad coincidió con la psicodelia, el rock y otras emociones extremas que desencadenaron en el bisexualismo, en el sexo libre. Las patotas del Este no escaparon a ello, ingirieron cocaína y LSD, y se llenaron de tatuajes.

“Todas estas actividades eran delictuales, porque si usted agarra una cadena y se pone un uniforme, una chaqueta con un diseño psicodélico, anda en una moto y se consigue a un tipo por ahí, y le da dos carajazos, es un malandro”.

Pero el malandro es una consecuencia de la pobreza, del que no podía viajar. Entonces se trata de imitar la conducta de los “niños bien”, que habían adoptado el habla entrecortada conocida como sifrinismo, materializado por el grupo musical Medioevo con la canción “Laura”, que se convirtió en himno.

Los muchachos que económicamente no podían acceder a los grupos pudientes, intentaron una copia que terminó en algo más modesto: el malandrismo, un mexicanismo que aquí representaba a los muchachos que trataban de vestirse igual a los patoteros (sin lograrlo) y que versionaron el “cantaíto” sifrino.

Impusieron una peculiar manera de caminar con cautela y cadenciosamente, al tiempo que tomaron para sí la moda del blue jean y el cabello largo, no así de barba y patillas. Prácticamente se nacionalizó el anglicismo brother ( “bróder” ), expresión que sería desplazada, en los años 80, por la palabra pana.

“He buscado en todas partes –enuncia Vargas– el origen de esa palabra y no he encontrado nada al respecto. No la había oído antes, pero creo que tiene sentido la siguiente explicación: en los sectores populares los muchachos sanos se reunían en las esquinas de las panaderías, marcando distancia de aquellos que, sin ser de alta peligrosidad, andaban en malos pasos. Pero ocurría que algún joven del bando ‘peligroso’ se acercaba a la esquina y se relacionaba con sus coetáneos, a quienes se refería como su panadería”, cuyos diminutivos son pana y panita.

Así nace un tipo de malandro, el llamado “zanahoria”, porque ya existía el delincuente violento y asesino.
El malandro “Robin Hood”, justamente por esta cualidad, llegó al estrellato de la televisión, cuando los escritores de telenovelas crearon estos personajes que se convirtieron en rápidos ganchos para atrapar la audiencia. En La hija de Juana Crespo y Elizabeth se probó con éxito este recurso, que años más tarde se afianzaría definitivamente con el nacimiento de Eudomar Santos, quien dominaba el barrio Moscú de Por estas calles, que también estuvo representado por un menor de edad: Rodilla.

Marca asesina

Comenzando los años 90, el basquetbolista Michael Jordan era la estrella indiscutible de la NBA. Su moda viajó hasta las barriadas de Caracas, donde los adolescentes imitaron su corte al rape y, sobre todo, el uso de zapatos deportivos de marcas, sello distintivo de un grupo que se conoció como “los jordan”.

El verdadero Jordan (Michael) usaba calzados de precio relativamente alto, lo cual no era problema para los jóvenes que no tenían para comprar el producto, porque se conformaban con matar a quien tuviera los zapatos que ellos querían lucir. A este grupo no le interesaba imitar el talento deportivo de Jordan, les interesaba imitar su vestimenta de juego.

En 1975, el nombre ficticio de Ramón Antonio Brizuela colmó las salas de cine. El personaje, extraído del libro Soy un delincuente (que se creía autobiográfico –no lo era– y del que luego Clemente de la Cerda hizo un filme) produjo la asombrosa cantidad de 10 millones de bolívares en taquilla, pagados por la gente que quería enterarse de esta novedad: la vida desaforada de un malandro.

 

De muerte natural

A Manuel Molina Gásperi, ex director del Cuerpo Técnico de Policía Judicial, se le atribuye el aniquilamiento de las patotas del Este. “El se enfrentó a las manifestaciones callejeras, como las agresiones de las discotecas y bares, que era como un goce para ellos’ ’, asegura uno de los comisarios que vivió esta época, quien prefiere que su nombre no sea mencionado.

Sin embargo, en el ambiente policial y entre los reporteros de sucesos también se tiene la convicción de que el fenómeno se diluyó por agotamiento y por un estremecedor acontecimiento: el asesinato del niño Vegas, ocurrido en enero de 1972. El comisario Fermín Mármol León registró este suceso en el libro Cuatro crímenes: cuatro poderes, que luego terminó en versión cinematográfica con la película Cangrejo I, de Román Chalbaud.

Además de la postura de amor y paz, los pavos se hicieron adictos a los estupefacientes. Las deudas por drogas los llevó a cometer una serie de delitos que se conocieron como minisecuestros. Al niño Vegas lo metieron en la maletera de un carro y se les murió accidentalmente envenenado por el monóxido de carbono del tubo de escape.

Todos los patoteros fueron citados a la institución policial y así los conoció la opinión pública en detalle. Caramelito Branger y el Chino Cano se erigieron como los personajes juveniles de aquellos años. Pero la mancha del homicidio que sobre ellos se cernía, los obligó a disolverse y todo terminó cuando muchos de ellos fueron enviados a vivir al exterior.

 

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