
Nada relevante pasó en la primera mitad del siglo
XX en el mundo delictivo. La dictadura gomecista restringió el accionar
del hampa a la simple utilización de una ganzúa para abrir una puerta y
cometer un hurto menor y pintoresco, acontecimiento que las
publicaciones de la época daban categoría de proeza y la lanzaban en
reseña de primera página. La máxima consideración que la prensa de
entonces tenía para los ladrones era la denominación de cacos. Ser caco
era estar metido en la pomada, un vago pendenciero sospechoso de toda
alteración de la pasmosa cotidianidad.De modo que no había
organizaciones hamponiles constituidas, sino individualidades que
actuaban a la sazón del instinto y sin ningún tipo de precaución, a tal
punto que en pocas horas la policía practicaba la captura del ladrón,
que también se manifestaba mediante el engatusamiento de alguna incauta
ama de casa a la que, falsos reparadores de neveras y cocinas, se le
metían en la casa para “tumbarle” 800 bolívares, que en los primeros
años del siglo ha debido causar un descalabro familiar con implicaciones
en las siguientes generaciones. Todo por un truco.
De no pasar nada, en la década de 1960 comenzó a
pasar de todo en Venezuela. Hasta lo inimaginable e intolerable para una
sociedad acostumbrada a que las convulsiones ocurrieran
clandestinamente en el ámbito político. Como fenómeno importado desde
algunas ciudades de Estados Unidos, se instalaron las famosas patotas
del Este, sin precedentes siquiera remotos, a menos que se quiera
considerar como antecedentes a las aguerridas pero inofensivas pandillas
de Caracas, que contaban con un único y divertido modus operandi:
grupos de jóvenes de distintos sectores se disputaban el poder que se
utilizaba para infundir respeto por donde se pasara o influenciar
amorosamente a las muchachas.
Antes de los años 60 no ocurrió nada, después pasó
de todo, y de los años 80 en adelante la delincuencia se desclasificó a
tal punto que actualmente constituye el principal problema social. La
extrema violencia de los grupos hamponiles de hoy día les ha hecho
perder simpatizantes.

Inspiración extranjera
La formación de patotas fue una moda importada de
ciudades estadounidenses como Chicago, Nueva York y Los Angeles, donde
incluso existían bandas llamadas Los Angeles del Cielo y Los Asesinos
del Cielo, “clanes que se enfrentaban entre sí. No atacaban al resto de
la gente. En Harlem había una patota muy fuerte”, puntualiza Silvio
Vargas, quien, como funcionario de la Policía Técnica Judicial de
entonces, siguió de cerca el problema.
Las patotas del Este venían inspiradas, además, por
un movimiento universal que estremeció los cimientos de la ruralizada
mentalidad caraqueña: el estilo hippie como ideal de vida. “Los
muchachos de la clase media importaron el fenómeno a Venezuela porque
eran los que viajaban. Para esos años se sabía poco de cocaína, lo que
acrecentó el deseo de la juventud por rebelarse, mimetizarse… usar el
cabello largo, chaquetones, pantalones de blue jeans. Estaba infestado
el sentir de los muchachos por la guerra de Vietnam, el Mayo Francés y
por una película llamada Rebelde sin causa, con James Dean. Fue una
manifestación sociocultural”, cita de memoria el comisario Vargas.
Los chamos del Este se repartieron en unos 12
grupos con sedes desde Sabana Grande en adelante, hasta terminar en La
Castellana y Los Palos Grandes. A lo largo de todo este territorio
instalaron oficinas que decoraban según la imaginación de los miembros,
cuidando que el resultado fuese, siempre, lo más estrambótico posible.
Los patoteros, con pintas de hippie y el lema de
amor y paz con la infaltable señal de victoria, se convirtieron en el
furor sesentoso. Se caracterizaban por desplazarse en ruidosas motos,
exhibiendo rollos de cadenas con las que emprendían ataques contra los
vehículos o contra alguna de las discotecas de moda en las que no eran
bien recibidos. “Todos se reunían en una discoteca llamada La Jungla, en
La Castellana, que se convirtió en centro de distribución de drogas”
–prosigue Vargas.
Era la norma que todos llevaran cabello largo y
barba, copiado de los cantantes norteamericanos que andaban empatados en
la onda de la espiritualidad drogada. “En los primeros 50 años del
siglo la ropa masculina no varió, pero la moda cambió tan violentamente
en este período, que la fantasía del atuendo del hombre superó a la
mujer. El caraqueño era uno de los mejores vestidos de América”,
recuerda otro de los policías que integró la Brigada Juvenil de la PTJ,
creada para contrarrestar la ebullición de las patotas de los años 60 y
70.
“Para finales de los años 60, la población
venezolana era –el 70% – menor de 21 años. ¿Qué sociedad no tiene
problemas así?”, justifica el comisario Vargas. Era natural que la
juventud venezolana cediera ante la arremetida estadounidense. “Empezó
la libertad de los colores”, agrega el ex funcionario policial, quien
junto a sus compañeros se caía a golpes con los patoteros, como única
vía de combatirlos.

Versión pobre
Todo vino en oferta de paquete: el desafío de la
juventud a la autoridad coincidió con la psicodelia, el rock y otras
emociones extremas que desencadenaron en el bisexualismo, en el sexo
libre. Las patotas del Este no escaparon a ello, ingirieron cocaína y
LSD, y se llenaron de tatuajes.
“Todas estas actividades eran delictuales, porque
si usted agarra una cadena y se pone un uniforme, una chaqueta con un
diseño psicodélico, anda en una moto y se consigue a un tipo por ahí, y
le da dos carajazos, es un malandro”.
Pero el malandro es una consecuencia de la pobreza,
del que no podía viajar. Entonces se trata de imitar la conducta de los
“niños bien”, que habían adoptado el habla entrecortada conocida como
sifrinismo, materializado por el grupo musical Medioevo con la canción
“Laura”, que se convirtió en himno.
Los muchachos que económicamente no podían acceder a
los grupos pudientes, intentaron una copia que terminó en algo más
modesto: el malandrismo, un mexicanismo que aquí representaba a los
muchachos que trataban de vestirse igual a los patoteros (sin lograrlo) y
que versionaron el “cantaíto” sifrino.
Impusieron una peculiar manera de caminar con
cautela y cadenciosamente, al tiempo que tomaron para sí la moda del
blue jean y el cabello largo, no así de barba y patillas. Prácticamente
se nacionalizó el anglicismo brother ( “bróder” ), expresión que sería
desplazada, en los años 80, por la palabra pana.
“He buscado en todas partes –enuncia Vargas– el
origen de esa palabra y no he encontrado nada al respecto. No la había
oído antes, pero creo que tiene sentido la siguiente explicación: en los
sectores populares los muchachos sanos se reunían en las esquinas de
las panaderías, marcando distancia de aquellos que, sin ser de alta
peligrosidad, andaban en malos pasos. Pero ocurría que algún joven del
bando ‘peligroso’ se acercaba a la esquina y se relacionaba con sus
coetáneos, a quienes se refería como su panadería”, cuyos diminutivos
son pana y panita.
Así nace un tipo de malandro, el llamado “zanahoria”, porque ya existía el delincuente violento y asesino.
El malandro “Robin Hood”, justamente por esta
cualidad, llegó al estrellato de la televisión, cuando los escritores de
telenovelas crearon estos personajes que se convirtieron en rápidos
ganchos para atrapar la audiencia. En La hija de Juana Crespo y
Elizabeth se probó con éxito este recurso, que años más tarde se
afianzaría definitivamente con el nacimiento de Eudomar Santos, quien
dominaba el barrio Moscú de Por estas calles, que también estuvo
representado por un menor de edad: Rodilla.
Marca asesina
Comenzando los años 90, el basquetbolista Michael
Jordan era la estrella indiscutible de la NBA. Su moda viajó hasta las
barriadas de Caracas, donde los adolescentes imitaron su corte al rape
y, sobre todo, el uso de zapatos deportivos de marcas, sello distintivo
de un grupo que se conoció como “los jordan”.
El verdadero Jordan (Michael) usaba calzados de
precio relativamente alto, lo cual no era problema para los jóvenes que
no tenían para comprar el producto, porque se conformaban con matar a
quien tuviera los zapatos que ellos querían lucir. A este grupo no le
interesaba imitar el talento deportivo de Jordan, les interesaba imitar
su vestimenta de juego.
En 1975, el nombre ficticio de Ramón Antonio
Brizuela colmó las salas de cine. El personaje, extraído del libro Soy
un delincuente (que se creía autobiográfico –no lo era– y del que luego
Clemente de la Cerda hizo un filme) produjo la asombrosa cantidad de 10
millones de bolívares en taquilla, pagados por la gente que quería
enterarse de esta novedad: la vida desaforada de un malandro.

De muerte natural
A Manuel Molina Gásperi, ex director del Cuerpo
Técnico de Policía Judicial, se le atribuye el aniquilamiento de las
patotas del Este. “El se enfrentó a las manifestaciones callejeras, como
las agresiones de las discotecas y bares, que era como un goce para
ellos’ ’, asegura uno de los comisarios que vivió esta época, quien
prefiere que su nombre no sea mencionado.
Sin embargo, en el ambiente policial y entre los
reporteros de sucesos también se tiene la convicción de que el fenómeno
se diluyó por agotamiento y por un estremecedor acontecimiento: el
asesinato del niño Vegas, ocurrido en enero de 1972. El comisario Fermín
Mármol León registró este suceso en el libro Cuatro crímenes: cuatro
poderes, que luego terminó en versión cinematográfica con la película
Cangrejo I, de Román Chalbaud.
Además de la postura de amor y paz, los pavos se
hicieron adictos a los estupefacientes. Las deudas por drogas los llevó a
cometer una serie de delitos que se conocieron como minisecuestros. Al
niño Vegas lo metieron en la maletera de un carro y se les murió
accidentalmente envenenado por el monóxido de carbono del tubo de
escape.
Todos los patoteros fueron citados a la institución
policial y así los conoció la opinión pública en detalle. Caramelito
Branger y el Chino Cano se erigieron como los personajes juveniles de
aquellos años. Pero la mancha del homicidio que sobre ellos se cernía,
los obligó a disolverse y todo terminó cuando muchos de ellos fueron
enviados a vivir al exterior.

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